domingo, 10 de julio de 2011

El borracho.

Penetrante hedor de infiernos, letargo profundo, resignación autodestructiva. José Tomás duerme en la vereda aguardando una gota más de muerte burlona.

Cubierto con su poyvi de trapos sucios, moscas revolotean un pedazo de empanada que yace olvidada al lado de su cabeza gris y grasienta.

Duerme José Tomás, con un perro a sus pies, descalzo y polvoriento, entre sus manos la botella vacía de miedos. Alguien le roba un poco de dinero.

En medio de apuros urbanos, humos automovilísticos, celulares sonantes, tacones rimbombantes, jóvenes indiferentes, relojes desorientados, atravesado en el pálido camino balbucea José Tomás,  sus labios suplican una gota de dulce muerte, una gota de tristeza que lo desarme.

Es un despojo miserable y feliz, sueña con torrentes marítimos, con vientos de miel, con bailarinas morenas, con besos, con rosas y licores.

Tieso y rendido, se ha ido José Tomás, su figura sin vida, jorobada y pequeña, tumbada en el suelo insípido de la avenida, sonríe a los tontos apurados que corren en la ciudad.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Muerte de un animal.

Lo llama la tierra, la tierra se lo llevará
y un taciturno silencio se apodera de su ser animal,
la rigidez ambiental de la muerte
que le recita al oído el último canto.
 
Sus pasos tranquilos, resignados…
su sabiduría animal lo guía despacio
y se esconde en una mata de hojas
porque la tierra lo llama, la tierra se lo lleva.

Sin parafernalias, despedidas, ni tristezas,
camina para sorber por última vez algo de naturaleza
y aspira los aromas de las flores secas.

Marcha digno, buscando un rincón
en el que dejará por siempre su aliento,
se acuesta para dormir el alma…
para que se lo lleve la tierra, porque la tierra lo llama.

martes, 31 de agosto de 2010

Pablito





Era Pablito un chico no muy diferente a cualquier otro, morenito, de piernitas cortas, unos 7 u 8 años tal vez y un rostro lleno de espontánea alegría en cuyos ojos sin embargo se notaban ya las líneas de la vida, de una vida sufrida y más que vivida, sobrevivida.

 Tenía la sonrisa inocente no muy diferente a la de cualquier otro, pero en sus carcajadas juguetonas se escuchaban disfrazadas la hambruna y el cansancio. Lo veía de lunes a viernes, con su delantal color anaranjado grosero y tenaz de ‘‘binguito’’, allá por las cinco de la tarde, siempre parecía tener calor por más que el viento sur tajara su pequeño rostro de infante y cuando el semáforo daba rojo se aventuraba a ofrecer la suerte en un cartón de bingo a todos los automovilistas distraídos y enfrascados en un típico embotellamiento sanlorenzano. ''Bingo, bingo! sortea este domingo!'', como si deseara vender la suerte que a él no le habría de tocar jamás, ''Bingo, bingo!''.

Nunca se percataba Pablito de que yo lo observaba desde la ventanilla del colectivo, a mí me resultaba como distinto de toda la camada de hermanitos que vendían la suerte junto con él allí en la divisora San Lorenzo - Luque; lo miraba siempre yo, con esa mirada maternal que no sabía explicar de dónde me nacía, me preguntaba si había merendado, si acaso iba a la escuela, si jugaba, si no tenía frío, calor o sed, cientos de preguntas que nadie respondía y que hacían rodar una lágrima gorda en mis mejillas oyendo de fondo el canto lastimero de mi pequeño Pablito. Cuando el semáforo daba verde Pablito quedaba en un rincón y las preguntas se esfumaban, o se sepultaban muy adentro del corazón para al día siguiente repetir la historia circular.

Una tarde espectral, al beber mi café caliente percibí un gusto amargo, no me lo pude tomar, partí apurada a mi destino no sin antes sentir una brisa extraña, como si viniera del sur de otro planeta, una brisa que no había sentido en todo el transcurrir de aquel martes común y corriente. Subí al colectivo, abrí mi ejemplar del lobo estepario para soportar el viaje sin dormirme, definitivamente una sensación inefable estaba dentro de mi ser, pero Herman Hesse me traía tan ensimismada en su historia que no me había dado cuenta que aquella tarde mi bus se desvió del camino habitual, una ambulancia llego apresurada y escandalosa, sin prestar atención, oí decir a una mujer que fue un terrible accidente.

Aquella tarde no vi a Pablito, ni la siguiente, ni la siguiente...ya no lo vi nunca.