domingo, 10 de julio de 2011

El borracho.

Penetrante hedor de infiernos, letargo profundo, resignación autodestructiva. José Tomás duerme en la vereda aguardando una gota más de muerte burlona.

Cubierto con su poyvi de trapos sucios, moscas revolotean un pedazo de empanada que yace olvidada al lado de su cabeza gris y grasienta.

Duerme José Tomás, con un perro a sus pies, descalzo y polvoriento, entre sus manos la botella vacía de miedos. Alguien le roba un poco de dinero.

En medio de apuros urbanos, humos automovilísticos, celulares sonantes, tacones rimbombantes, jóvenes indiferentes, relojes desorientados, atravesado en el pálido camino balbucea José Tomás,  sus labios suplican una gota de dulce muerte, una gota de tristeza que lo desarme.

Es un despojo miserable y feliz, sueña con torrentes marítimos, con vientos de miel, con bailarinas morenas, con besos, con rosas y licores.

Tieso y rendido, se ha ido José Tomás, su figura sin vida, jorobada y pequeña, tumbada en el suelo insípido de la avenida, sonríe a los tontos apurados que corren en la ciudad.

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